De lo que extraviamos, tiramos o abandonamos por el camino.
De las personas que olvidamos, alejamos o perdimos.
Yo… me quedo contigo.
Avanzaba por la nieve bajo las estrellas de la noche. Mientras, llegaba diciembre y no podía evitar echar la vista atrás.
Era imposible describirla. Aquella sonrisa era una sátira elocuente escondida en la dulce ironía de un sarcasmo sin mordacidad.
En noches como esta me pregunto: ¿Acaso hice yo algo para merecer el castigo de tu recuerdo?
Ella le odiaba, sabiendo que el rencor era el rehén necesario para que él volviera. Un inútil intento por revivir algo muerto.
Las esperanzas irracionales y absurdas se abrazaban al ardiente yunque, aguardando a recibir otro golpe de martillo.
Todo se desvanecía hasta ser de nuevo polvo, por esa esencia humana de destruir en segundos lo que años costó construir.
Una sonrisa conocida en un rostro extraño.
Otro país.
Un recuerdo juntos hecho en el pasado.
Mirarse a los ojos y recordar.
Cargaba un laúd con una canción inacabada, un libro para no olvidar su pasado y una vara con las muescas de sus fracasos.
Y aunque sentíamos al caer el aliento del otro en la nuca, solo era el eco del viento que consume la luz en la penumbra.
Niños pequeños con grandes sueños se volvían adultos grandes con pequeñas realidades.
Él, para evitarlo, siguió soñando despierto.
A pesar de su perenne personalidad, de noche soñaba ser como el viento veleidoso, a veces errátil y tendente a desaparecer.
Había sido condenado a vagar donde su sombra dejara de acompañarle, un lugar en el que esta tornaría en miles de penumbras bajo un único ente hecho de oscuridad.
Ahora que ya solo somos,
fotos estáticas en una pantalla,
«Amigos» según las redes sociales,
yo,
yo no te recuerdo en ninguna parte.
Pero cuando tocaba todos volvían a ser niños intentando atrapar las notas como estrellas fugaces en una noche de verano.