“Fue hace ya tanto tiempo que apenas me acerco a recordar nada. Solo el tenue sonido del oleaje. Inevitablemente cuando rememoro el pasado vuelvo al mar, a cuando tenía siete años, aunque por aquellas cosas de la edad presumía tener ya ocho.
Quizá aquel era mi primer recuerdo, o quizá simplemente nada de lo acontecido antes, podía recorrer mi mente sin causarme heridas. Así que regreso a aquello: la brisa costera, el sabor a sal, ver el sol ir y venir desde la cubierta…
La mayoría de marineros, dicen serlo porque están enamorados del líquido elemento, sin embargo todos ellos son unos embusteros. Lo aman como se aman las últimas oportunidades: por despecho, por deshonra o por miedo. Y yo no era distinto a ellos, huía de la tierra firme, de todo lo que entonces podía hacerme daño. Así que me dejaba conquistar en cada tormenta, en cada tabla que abrazaba cuando naufragaba y en los celos que me provocaban los puertos y las calas abandonadas, que me recordaban que no era lo suficientemente bueno para vivir con los pies en el suelo.”
Podéis pensar que exagero, que mis últimas memorias tras cuarenta años como capitán del barco pirata más famoso de los siete mares debieran ir a parar a los tesoros encontrados, los botines saqueados o a las mujeres que conocí; que hablaría de la ira que albergaba contra mi tripulación amotinada, cobardes que me dejaron en esta playa con una pistola, un papiro y una bala; que reviviría el trauma de mi niñez cuando mi padre me lanzaba sus botellas como si fuera una diana; o que pediría ayuda en esta carta para que alguien viniera a rescatarme cuanto antes. Pero no.
Fruto de la inanición y a escasos segundos de volarme la sien y regresar a la nada, solo pude recordar aquella dura infancia que me trajo hasta las puertas del infierno.
De mis amores, de mis navíos y galeones, mis enemigos y mis temores, todo queda resumido a esto: Odio el agua.