Su vida era una lista de frases de diferentes novelas.
Recuerdos inolvidables y aislados sin continuidad en una historia.
Copiaba a los clásicos en papel de cigarrillo. Fumando al anochecer, cada calada evocaba con humo a los genios de la palabra.
Como tantas otras veces entendía las reglas pero no los motivos y debía mantenerse en la partida porque ganar era su objetivo.
Leer antes de dormir es preparar la mente para soñar.
Quizá mirando hacia adelante encontraría las respuestas a aquellas preguntas que solo entendemos cuando somos ya demasiado mayores.
Aquel anciano lanzaba piedras al mar como hacía desde niño.
Nunca había dejado de creer que eso aliviaría las cargas del camino.
Aunque insistieran en que así era el mercado, para él, un objeto valía tanto como el recuerdo al que estaba inexorablemente atado.
Leer aquel libro era como visitar la mente del escritor: un laberinto donde realidad y fantasía jugaban al ajedrez sin tablero.
Casi tan importante como descubrir nuestros miedos cuando perseguimos algo, es entender qué haremos con ello una vez lo tengamos.
La de noches que me acosté sin los deberes hechos: aprender, reír, agradecer…
Sin embargo para mi trabajo siempre había tiempo.
Le gustaba salir a correr, sentir que escapaba de todo.
Coger aire en el punto más lejano y volver a enfrentarse a sus demonios.
Si esperas a las dos de la mañana verás como el sueño te pone en jaque mientras la inspiración te arrastra lejos de la almohada.
Quizá su momento favorito del día era de camino al trabajo, cuando un rasgueo de guitarra ponía banda sonora a su vida.
Perderse.
Hay muchas formas de perderse.
Yendo sin rumbo.
Huyendo.
Queriendo.
Y sin querer.
Del resto.
De uno mismo.
Y luego estaba ella.
Quedaron condenados a permanecer mirándose en silencio eternamente, como dos cuadros viejos enfrentados en un pasillo estrecho.
No importaba a cuánta gente se lo contara.
Las dudas, los miedos, las esperanzas estaban en su interior y nadie podía ayudarle.