Por esa eterna negativa a crecer, seguí pensando en mí como un muchacho joven, aun cuando las arrugas asolaban mi piel.
La gente no lee porque no tiene imaginación. Debe ser terriblemente aburrido pasar páginas y solo ver palabras conectadas.
Por aquel entonces, mil euros habían sido buen negocio por vender a su niño interior al hombre del saco. Ahora ya no podía recuperarlo.
Y aunque todos pensaban que sería un mal padre, jugando, podía seguir la imaginación de su hijo. Mejor incluso que la suya propia.
Fue una historia de esas,
en un tiempo al que ya no podemos volver
y en un lugar al que no podemos ir.
Pero que siguen existiendo.
Nunca había sido merecedor de un lugar en la mente de las personas que compartieron su vida. Nadie volvería a buscarle.
Siempre ha habido dos clases de músicos: los que disfrutan tocando y los que se sumergen en la melodía como si vivieran en ella.
Todos se preguntaron el por qué de su vida. Así los distinguimos de los robots programados por la rutina.
Mientras existieran desiertos habría tiempo para poner en su reloj de arena.
Viéndote así supongo que podría acostumbrarme,
a tu timidez natural,
tus bailes de domingos sin sentido
y tus ganas de volar.
Me quedé mirando aquel portal pensando en la vida que hubiera tenido si el tiempo, las decisiones o los dados hubieran girado un poco más.
Por muchas noches que durmiera.
Por muchas copas en la barra.
Por más lejos que huyera.
Nada.
La paz no llegaba.
Ella actuaba como una ‘femme fatale’ de finales del XIX, sin percibir que en su propia sonrisa estaba delatado su propio farol.
Es fácil olvidar todas las velas que encendimos en el camino cuando no cesa de apagarse la que tenemos ahora entre las manos.
Con tus recaídas,
empezaste a vender tu sonrisa
hasta hacerte rica de infelicidad.