Nunca terminó aquella despedida.
Yo nunca quise decir adiós
y tú, preferías dejar todo en el equilibrio del que carecía tu vida.
Tanto le obsesionaba el futuro que al mirarse en el espejo solo pudo ver a un viejo consumido por el tiempo perdido.
Renegué de todo aquello, de la gente, del lugar…
Nunca es suficiente cuando se trata de huir de los recuerdos.
Seguí jugando carta tras carta, de sol a sol, sin saber a ciencia cierta si tú seguías en la misma partida que yo.
Aquello era lo que hacia poderosa a la primavera: una fuerza incontrolable de cambio que no esperaba a que estuvieras preparado.
Al oír aquella historia comprendió el poder de las palabras: pueden llegar incluso a destruir nuestros mejores recuerdos.
La capacidad para diferenciar entre querer algo por lo que es y hacerlo porque no hay otra salida, se adquiere con tiempo y algo de perspectiva.
A todos nos cuesta dejar atrás algo, sobre todo si hemos puesto en ello tanto de nosotros mismos como para que ya nada sea igual.
Rara vez encontramos que la tristeza se convierta en odio. Es como un pozo sin fondo. La oscuridad solo atrae más oscuridad.
Lo malo de las armaduras es que, a la vez que nos protegen de los peligros, nos encierra a nosotros mismos en ellas.
El azar es cruel, por eso siempre hablo de suerte.
La suerte se ríe de las matemáticas.
La suerte está loca, querido amigo.
Las tranquilas historias que le había tocado vivir seguían pesando más en la balanza que desequilibraba la calma de su locura.
Todas sus frases a medio escribir reposaban en un cuaderno a la espera de que la vida le diera las palabras para completarla.
Es verdad que existen costumbres o personalidades arraigadas, pero a todo se desacostumbra uno si es por la persona adecuada.
Nunca creí en aquello de que el camino más recto sea siempre el mejor.
Porque incluso una bala perdida puede acertar por error.