Hizo del suelo su techo. Si todo lo que subía volvía a bajar, se dejaría llevar por la gravedad hasta golpearse contra el cielo.
Cuando abrí la caja fuerte tu sonrisa se había fugado, robada entera de tu boca al poco tiempo de haberme olvidado.
Decían que vivía escondida tras muros sin acceso. Pero ella tenía una puerta abierta para aquel que dedicara tiempo a buscarla.
En ocasiones pensaba que seguir el camino correcto me estaba llevando hacia el lado opuesto que el destino tenía marcado.
Esquivar la soledad y los amoríos baratos a la vez, era como aprender a gatear tras llevar toda una vida corriendo sin parar.
Dijimos todo aquello porque eramos cobardes y teníamos miedo, porque preferíamos mentiras disfrazadas antes que un vacío silencio.
Sería porque todo cambiaba muy rápido o porque estaba madurando demasiado deprisa. Pero cada día se entendía menos a sí misma.
Por ser tú mi partida inacabada,
mi quiero y no debo,
mis dos de la mañana insomne
y el vacío que dejas cada vez que te marchas.
Supongo que de andar a ciegas, nos terminamos separando en el camino.
Tú a tu caduco otoño
y yo a mi perenne invierno.
Pese a ser algo científico, a tener fecha en el calendario, el invierno nos llega a cada uno en un momento inesperado.
Accedieron a cambiar piropos por “Me gusta”
sorpresas por whatsapps,
sonrisas por emoticonos,
y el olvido por sugerencia de amistad.
Aquel día comprendí que el destino es solo una palabra inventada por el ser humano para dar sentido a las casualidades del azar.
Nunca he dejado de aprender la infinita lección que es vivir sin ti.
No todos los que no encuentran su lugar están perdidos. Algunos solo son eternos buscadores y otros hacen de su casa el camino.
Cada vez que decía ¡Te quiero! Todo se torcía un poco más.
Y tras tanta admiración encontraron dos signos de interrogación.
Cada día sigo convenciéndome de que ya no bebo tanto, aparentando seguir teniendo amigos y fingiendo que no te echo de menos.