De pronto el papel comenzó a resquebrajarse. Detrás comenzaba a aparecer la pradera y el árbol blanco. Entró dentro del cuento.
Giraba su globo terráqueo en el sentido de las agujas del reloj. Por si el tiempo, cansado de la rutina, decidiese ir hacia atrás.
Pasó tanto tiempo abrazando la soledad que acabó adicto a la melancolía. La compañía le provocaba nostalgia y un enorme vacío de tristeza.
Una parte de su mente era incontrolable. Atravesaba todos los muros y esquivaba todas las trampas. Se negaba a seguir al resto.
En el fondo de la estancia descansa un arpa cubierta de polvo. Espera al niño que partió a la guerra.
La carta enviada desde el frente llevaba meses sobre su mesa. Mientras no la abriese, pensó, su marido era como el gato de Schrödinger.
A su regreso, descubrió que nada era como recordaba, mas había prometido mantenerse perenne ante el caprichoso viento cambiante.
Cada mañana delante del espejo recordaba los grandes momentos de su vida. Para esforzarse y tener mejores en adelante.
La miraba cada mañana imaginándose como sería, a la espera de que el azar sacase sus números y tuviera una oportunidad.
Colgaba las fotos de sus amigos con pinzas en el tendedero. Dejando que el tiempo decidiera quién se quedaba y quién caía en el olvido.
Arrancó el coche y aceleró con decisión ante la atónita mirada de los presentes. No iba a volver. Por primera vez se sentía vivo.
Desde la ventana, el niño volvió a pedir su deseo. Si había un día para los milagros era aquel. Amanecía nevando en pleno marzo.
Desde ese día se prometió: no conformarse, no perseguir fantasmas del pasado, no coger atajos y buscar la ilusión en unos ojos.