Nunca llegó a comprender que aquella mala decisión le había marcado más, que todas las que creía haber hecho bien y habían acabado mal.
La pereza venció a la ira, la gula a la lujuria y la envidia a la avaricia.
Se quedó en el sofá de casa comiéndose su soberbia.
Pasó la fase de enamoramiento. Él abrió los ojos, descubrió que ella no era lo que quería. Estaba totalmente atrapado.
El famoso escritor había fallecido. En sus memorias solo encontraron una frase: «Las mejores historias no se escriben, se viven».
Aunque llevaba paraguas, no quiso abrirlo. Quería que cada gota de lluvia le golpeara como castigo por sus errores. No se perdonaba.
Buscaba la ilusión en unos ojos. Pasaron los días y las noches. Al final encontró unos tristes y carentes de emoción: los suyos.
Necesitaba seguir creyendo. Temía que si dejaba de hacerlo aparecería perdido en mitad de una laguna negra repleta de oscuridad.
Se sentó a esperar, con la esperanza de que el destino pasaría a recogerle. Volaron los años y el barco zarpó sin capitán.
París. Ella caminaba con su café ajena al tiempo, mientras a su alrededor todo avanzaba vertiginosamente.
Juró que la protegería de todos los peligros posibles. La muerte tuvo que acabar primero con él, para poder llevársela a ella.
Cambió su alma por papel, para que al morir, el viento caprichoso se llevase las hojas y así, las historias pudieran volver a nacer.
Aquella escalera de caracol llevaba al punto de partida. Nada que hiciese serviría. Pero él estaba dispuesto a disfrutar del viaje.
Aunque pasaron otras personas por su vida, ninguna supo quitar la tristeza de sus ojos, los recuerdos se clavaban como flechas heladas.
Le habían echado una maldición: cada vez que rebanase una vida cargaría con las penas de su víctima. Era un soldado atormentado.
Del castillo de arena surgió un dragón atacando al abusón que trataba de destruirlo, el niño volvió a creer en la magia insondable de Aslan.