La última niña perdida encontró a alguien con el síndrome de Peter Pan.
Nunca más volvió a faltar magia en su vida.
En este cementerio emocional de fantasmas del pasado
siempre hay árboles creciendo.
El bosque nos hará forajidos
del recuerdo.
A la hora de la siesta
alguien del piso de arriba arroja tus recuerdos al suelo
y el retumbar de canicas me despierta del sueño.
He pasado más de mil veces por tu casa sin encontrarme contigo.
Luego recuerdo que te has mudado lejos, a la calle del olvido.
El viento silbaba melodías para que las hojas pudieran bailar.
Aunque se desprendían del árbol,
ninguna caía,
todas echaban a volar.
Tenía guardado bajo la manga algo de tiempo, para dárselo a quien hubiera dedicado el suyo, a hacer volar sus horas juntos.
El olvido es como el juego de la escalera.
Cuando crees que vas a alcanzar la meta, una bajada te manda a la casilla de salida.
No quiero tener que mentirme.
Nunca lo había hecho antes.
Pero a estas alturas,
cualquier renuncio
es un empujón hacia delante.
La primera vez que nos rompen el corazón nos volvemos ángeles caídos.
Pasamos por el infierno y decidimos:
Tierra o inframundo.
Solo corre el viejo cobarde
cuando su niño interior está a punto de marcharse.
Nunca olvides que cuanta más tierra me tires para sepultarme, más profunda es la tumba que te cavas en adelante.
Tras cerrar un capítulo
debería venir otro en blanco.
Libre de destinos,
sin números ni letras,
donde podamos ser nosotros mismos.