Él tenía un punto de ombligo.
Ella una coma.
Hicieron una pausa en sus vidas sabiendo que algo diferente seguiría.
Y mandabas señales con balas de fogueo, sin comprender, que a cierta distancia podían resultar mortales.
Una vez que vi, la forma que tenían las palabras al salir de mis manos, hablar se volvió una forma de comunicación incompleta.
No es que tropecemos con la misma piedra una y otra vez.
Es que amamos la sensación de volar antes de caer.
Rompimos las reglas y el mundo quedó a nuestra medida.
El error está, quizá, en buscar a aquella persona que sea nuestra debilidad, en vez de a una que potencie nuestras fortalezas.
Espero que no nos volvamos a encontrar recordando que fuimos demasiado cobardes para demostrarle a la vida que no tenía razón.
Que hay ciertas tormentas que tarde o temprano nos encuentran.
Y que la única forma de librarnos de ellas es atravesarlas.
Quizá la amistad consista en tener a quién contar dónde escondemos nuestros pilares, por si un día nos llegamos a derrumbar.
Y nada podrá ya cambiar todo aquello, excepto la verdad, que es capaz de destruir la mentira más perfecta.
Nunca pudimos evitar, huir de tierra firme, de rutas seguras, de calas tranquilas y echar amarre en el centro del vendaval.
Le regaló la luna creciente, para que ella pudiera rellenar el hueco que faltaba. Así la vería llena cada noche de su vida.
En esta historia el villano es el tiempo, imposible de derrotar.
Se lleva todos los momentos y cada vez es más difícil recordar.
Con la historia, ocurrió como con las cerillas: Millones tuvieron que perder la cabeza para poder arrojar un poco de luz.
Porque hay secretos a voces que es mejor mantener en silencio, no sea que un acto de valentía acabe por desencadenar un incendio.
Y si era cierto que el primer beso de amor daba la vida, no era de extrañar que el último lo diera la mismísima muerte.
Para ser la mejor tendrás que saber escribir cosas alegres incluso cuando estes triste. Y con escribir, me refiero a vivir.