No todos los vacíos hablan,
pero hay uno que susurra al crearse:
«No necesitas a nadie para llenarme,
tú solo te complementas».
Todo cruce de vías
amañado por el destino
sitúa siempre a un saqueador
y a un saqueado,
en el que nunca sabes quién le roba a quién.
La indiferencia,
es la ausencia de sentimiento,
el punto exacto en el que amor y el odio
se dan por vencidos.
En las olas, en las velas tu viento siempre me impulsa hacia donde marca mi veleta.
Su momento de mayor valentía estaba grabado a fuego.
Cada vez que se volviera a perder,
tendría ese eje como punto de partida.
Hasta la hoja de papel en blanco más antigua sabe que ningún bloqueo dura eternamente
que tarde o temprano recibirá su historia.
En tierra de nadie
todos deseaban ser alguien
a quien importar.
En todo miedo al fracaso
hay una parte a conseguirlo
al cambio
a no tener todo controlado
y el autosabotaje
pone fin al delirio.
Estábamos allí mirándonos.
Dos adultos tratando de ser racionales,
sintiendo lo mismo que cuando éramos niños.
Encajabas los tiros,
disparabas sin balas.
Una vez que vi,
la forma que tenían las palabras al salir de mis manos,
hablar se volvió una forma de comunicación incompleta.
Aunque para ella aquel abrazo solo era un mero acto reconfortante, él quería que supiera que siempre podía volver allí. A casa.
Se apagaban,
pero nunca dejaban de brillar
y cada año hacia mediados de agosto
cruzaban el firmamento para poderse encontrar.
He vivido historias que ya no recuerdo
y escrito sobre algunas que soy incapaz de olvidar.
Viajaba por el mundo coleccionando sonrisas para ver si podía crear la suya propia juntando la felicidad de otras personas.