Allí donde había fracasado ese año, triunfaría el siguiente.
Diciembre no era el final, sino un futuro camuflado de presente.
Y yo ya solo era
una rosa marchitada por el tiempo
que aguardaba en la estantería de tu cuarto
la noche en la que finalmente me echaras de tu vida.
Hacer lo correcto se ha vuelto tan poco común, que la mitad de la gente pensará que desafinas y la otra que no suena música.
Pensando en la playa donde estaba enterrado todo mi yo, me preguntaba si se podía destruir algo sin llegar siquiera a tocarlo.
A menudo perdía la paciencia consigo misma, por esa incesante necesidad de perseguir aquellas cosas que habían dejado de existir.
Por aquel entonces andaba tan preocupado de que mi siguiente paso no fuera el último, que me resultaba imposible dar el primero.
En ese último café,
que siempre supo a gin-tonic,
ninguno de los dos queríamos perder,
pero era imposible que hubiera ganadores.
Tenían las mismas heridas
sufridas en distintas batallas
y aquella noche jugaron a los médicos
fingiendo que podrían curarlas.
Ojalá mi guerra acabara a la vez que tú, pero este camino que llevo empezó de la nada y no acabará hasta tocar el cielo.
Pese a los lápices sin punta, las manchas de tinta y el papel mojado, yo seguía intentando escribir el futuro que creía merecer.
Acordamos darnos paz, para seguir adelante, para no romper la promesa de acudir a salvarnos si la guerra estallaba.
El propio cerebro se encargar de borrar los malos recuerdos, pero ¿qué sucede con los buenos que pueden llegar a doler incluso más?
Las cosas presumían ser más complicadas que hace tiempo y una simple etapa de transición podía convertirse en una nueva aventura.
Aquel que no ha entendido la mitad de sus finales difícilmente puede aprender ninguna lección.
Aquel pacto de no despedirnos nunca hacía que cada interludio sonara más a abandono que tener que decir adiós a cada partida.