Me preocupaba que la vida al final me hiciera inmune a las despedidas.
Y sin embargo debía seguir avanzando.
No me podía quedar.
La fecha límite del silencio,
que susurra las despedidas,
de esas cosas infinitas
que tienen la absurda manía de terminar.
El hecho de que fuera inalcanzable nos daba fuerzas.
Siempre fuimos vencedores de imposibles
y aquella vez no iba a ser diferente.
Hacía tiempo que no miraba hacia abajo, pero diría que últimamente apenas pisaba el suelo, podría jurar incluso que flotaba.
Me miró con una desesperación penetrante, como si sus ojos pudieran absorber toda la luz que aun quedaba en la habitación.
No era el miedo a lo que vendría después.
Ni el cómo ni el por qué.
Lo que le preocupaba era que ya no sentía absolutamente nada.
Había sido condenado a vivir eternamente.
Teniendo que existir con la idea de que el amor de su vida fuera a ser mortal.
Un día los dos desaparecimos de la vida del otro.
Unos dicen que fue porque maduramos.
Otros que simplemente nos hicimos mayores.
Sigo cometiendo los mismos errores para ver si algún desafortunado tropiezo, con la misma piedra, vuelve a llevarme hasta ti.
Nuestra locura de tres de la mañana,
nuestros bailes sin hilo musical
nuestros desperfectos,
sin arreglo, pero nuestros.
Érase una vez un escritor abstemio que leía para olvidar y, sin embargo, no recordaba ninguna historia digna de ser contada.
De la incertidumbre de nuestros encuentros,
al derecho a desaparecer.
Del miedo de no volver a vernos,
a que podamos llegar a ser.
Las palabras nunca podrán alcanzar a una mente apagada. Es como lanzar flechas contra una marea en llamas.
Ella se dio cuenta que seguía enamorada de su sonrisa cuando en la oscuridad de sus ojos solo podía verlo a él. Sonriendo.
Léeme antes de dormir.
No me importa si es fantasía, novela o ciencia ficción.
Háblame de nosotros, de que todo pudo ser mejor.