La esperó.
La esperó eternamente.
Tanto como puede durar el recuerdo en la mente de un ser humano.
Otro tren pasaba, otro tren se iba y en el descanso que hay entre estaciones, ese que no se cuenta en las historias, ella sonreía.
La luciérnaga huía. Consciente de que ella era la única luz en aquella noche invernal y de que la perseguirían hasta extinguirla.
Tomes la decisión que tomes debes estar dispuesto a asumir el resultado, que no te despierte el alba sudando arrepentimiento.
Al final el tiempo se vuelve un permanente compañero de viaje que en silencio nos sigue a todas partes y del que no podemos huir.
Fue al banco de siempre. Cerró los ojos, recordó, se sentó en ese doble filo que solo la nostalgia ofrece y sonrió amargamente.
Él olía a viejo libro mojado, a ganas de papel nuevo, a tinta, a polvo y a balas, a luces tenues en una biblioteca olvidada.
La envidia le daba las fuerzas que necesitaba. Todo iba bien. Todo estaría bien mientras no lo exteriorizara… como aquella vez.
Aunque estaba perdiéndose en una senda de locura, solo encontraría el camino a casa haciendo sangrar de nuevo sus heridas.
No lo hacía cuando estabas y ahora que te has ido te escribo cada día. Te he creado perfecta, casi tanto como cuando dormías.
Tus recuerdos empezaron a tocar en la calle como músicos callejeros,
demandando la atención del viandante porque dicen ser buenos.
Ocho plantas tenía el edificio,
cuatro paredes la habitación,
dos puertas
y una decisión: media vida arrepentida y otra media no.
Era otra guerra de tiempo, de olvidar antes de ser olvidado, de no encontrarte extrañando a alguien que te ve como a un extraño.
Había dejado de huir para siempre, enroscándose en la incertidumbre que ofrece una retirada, esperando alerta volver a la batalla.
Era tan ilusorio pensar que todo volvería a ser como antes, algo imposible cuando el punto de no retorno había quedado tan atrás.