A veces solo se necesita eso: una abertura, una ventana, una salida… que cierre todas las puertas del pasado.
El primero era porque todo había acabado.
El segundo, el miedo a lo que vendría después.
Y así un silencio invadía otro silencio.
Su mundo se convirtió en trozos de lugares donde vivió infinitas despedidas. A cada paso, los recuerdos le arrastraban al pasado.
Y la esperaba como aguarda el mar en una foto: congelado en el tiempo, repleto de vida y condenado a un silencio perpetuo.
Cuando aquella aventura terminó, el tiempo se aceleró incontrolablemente. En pocos meses, todo cambió de forma irremediable.
Actuaría sin pensar, haciendo malabares con el destino sin importar el mañana. Las decisiones meditadas no habían acabado bien.
Era capaz de reconocer la decepción en unos ojos tras haber pasado una vida viéndola en los de sus padres sin merecerlo.
Descubrió que ya no era como pensaba, que había cambiado por cosas que ya no recordaba y hacia algo que ya no necesitaba.
Era capaz de pensar más de mil razones por las que sus sueños podían no cumplirse, pero dejar de intentarlo no sería una de ellas.
Te envuelve sin notarla, te persuade de no reír y te va sangrando por dentro. Esa tristeza encubierta es la más peligrosa de todas.
Solo somos recuerdos tratando de sobrevivir al tiempo. Nos escondemos en historias, fotos y canciones para no perder esta batalla.
De pequeños tenemos la capacidad de hacer reír a las personas. Algunas la pierden creciendo, no sé muy bien a cambio de qué.
Debes estar seguro que anhelas aquello que persigues, que no descubras al final que te has quemado el alma por algo que no necesitas.
Era un mentiroso magnífico. Pero mantener oculto aquel secreto era un veneno ardiente que ni le mataba ni le dejaba vivir.
Las cargas que no son nuestras pero nos afectan, las que ocultamos para proteger a los que queremos, son las que más pesan.