Yo nunca había creído en zombies. Hasta que tus recuerdos atravesaron capas y capas de tierra volviendo a la vida.
Aunque todo vaya bien,
aunque todo vaya mal,
sigo pensando en ti.
Me provocas ese equilibrio,
que el yang hace con el yin.
Me gusta pensar que el paracaídas se abrirá en el último momento.
Para que el vuelo quede compensado con lo largo de la caída.
Tú no desapareciste,
solo te transformaste,
en tus fotos de fin de semana,
tu última hora de conexión,
y este silencio permanente.
Se iba poco a poco hacia el acantilado, ninguno de los dos queríamos perderlo, pero sabíamos que había llegado la hora de dejarlo ir.
Mientras, seguían demasiado ocupados para recordar mantener el hueco que se habían prometido, por si uno de los dos decidía volver.
La curiosidad, esa maldita curiosidad que me hace asomarme a las puertas que ni el tiempo ni la vida han sido capaces de cerrar.
Cuando se cansó de dejarle las piedras que le marcarían el camino de vuelta a casa, ese día, él decidió volver a buscarla.
Cuando reabras nuestra historia, no olvides añadir que la codicia no tiene límites mientras sigas sabiendo que es aquello que quieres.
Más que la soledad en sí misma, el lobo atacaba y alejaba a todas las personas que pudieran hacerle daño en algún momento.
Tu manía de leerme cada día,
para ver si aparece entre los matices,
tu nombre revestido de metáforas que solo tú puedes entender.
Hasta que sus amigos no le traicionaron, aquel faquir nunca había sentido dolor al recibir una puñalada.
Las heridas. Algunas las olvidamos hasta que desaparecen y otras se convierten en cicatrices que nos hacen recordar.
Mientras no se atreviera a buscarme, yo no me dejaría de esconder.
Cobarde y cómplice, mas seguimos sin saber quién es quién.
Yo seguía apuntando los días que te echaba en falta, hábito extraño, porque hacía demasiado tiempo que ya no nos debíamos nada.