Me observaba como se miran los libros en una vieja estantería llena de polvo.
Como si aún susurrasen versos a mi oído: quédate.
Solo era feliz cuando experimentaba la sensación de sentirse libre tras la huida.
Pero para eso antes tenía que dejarse atrapar.
Ciertas personas no se pueden quedar en nuestra vida y solo pasan para recordarnos qué debemos seguir buscando.
Sin rendirnos.
Al final buscamos la calma,
pero no cualquiera vale,
sin corrientes de viento,
estar varado
puede ser la peor de las tormentas.
El talón de Aquiles.
La espalda de Sigfrido.
El pelo de Sansón.
Tu mirada y yo.
En noches así
fingiremos ser el paracaídas del otro
porque el descenso puede ser compartido
pero el golpe lo recibimos solos.
Fue así, perfecto.
El tiempo que aguantamos antes de que el tsunami del tiempo nos arrastrara.
Tenía miedo de las personas demasiado profundas porque nunca sabía lo que podrían esconder en sus abismos personales.
Lo malo de verte en ciertos recuerdos
es que no puedo cambiarlos
por unas palabras distintas,
un abrazo a tiempo,
una despedida.
Para ser la mejor
tendrás que saber escribir cosas alegres incluso cuando estés triste.
Y con escribir,
me refiero a vivir.
Quiero ver tus chanclas volando en la distancia,
porque nos hemos perdido,
huyendo lejos de todo,
cerca del mar,
cerca de ti.
Lo que le hacía ser ella misma,
le mantenía escondido de los demás.
Hasta que la encontró a alguien que «la llevaba» al escondite.
Pese a que el reloj grabado en el medallón marcaba una hora y un minuto concreto, la conexión con la persona que se lo regaló, sobrevivía al tiempo.
Aparecieron sentimientos que solo habían existido con una persona concreta de su pasado.
Deja vú emocional.
Huir o dejarse llevar.
Lo más complejo de la melancolía es que no torne tristeza plena, llevándose todo el placer que podíamos encontrar en ella.