Aquella noche soñó con él. Su subconsciente quiso que celebraran, en aquel mundo onírico, el que hubiera sido su 50º aniversario.
Podía seguir manteniendo la cometa pero al final caería. Empezó a hacerse a la idea de que hay cosas que no duran eternamente.
Pasarían años hasta que adquiriera los conocimientos necesarios para alcanzar su meta.
Seguía en el camino. Eso era lo que importaba.
La vida eran «promesas» sin obligado cumplimiento; «siempres» que duraban unos meses y palabras que volaban con el viento.
El sabio dijo: «Si llegaste hasta aquí, tras todo lo sufrido y peleado, sin dejar de ser tú ¿hay algo contra lo que no puedas?»
Salió con la verdad por delante hasta que vio como la acribillaban. Desde entonces camina solo, con la mentira de chaleco antibalas.
Hay días de luz y días de oscuridad. Aunque había amanecido con un sol radiante, él se había levantado con el alma negra.
Lanzó al mar sus recuerdos, en un baúl cubierto de candados. Nunca más volvió a la playa. Temía el eterno retorno de la corriente.
Ella desaparecía bajo un manto de lluvia. Él decidió que ya había tenido bastante. La huida era la punta de lanza para olvidarla.
Soñaba con cerillas y un bidón de gasolina para poder quemar sus puentes. Al alba, el miedo por un futuro incierto la helaba.
Aprendió a vivir con los recuerdos, con una llama perpetua que le ardía dentro. A la espera de que apareciera alguien y la apagara.
«Somos lo que sentimos, no lo que pensamos» Pero él empezó a pensar que ya no sentía, para ir dejando de sentir sin pensar.
Ella sonreía feliz. Pero en la comisura de sus labios se adivinaba un deje de ironía y amargura, un cinismo dolorosamente perpetuo.
Al escribir un diario con tintes fantásticos, descubrió que vivía en un mundo oscuro, lleno de cuervos que querían comerse sus ojos.
Tenía los ojos de un color tan claro y cristalino que no miraba a nadie directamente por si pudieran leer su alma.
Andaba solo con el alma rota, el pelo empapado por la incesante lluvia y los ojos repletos de nostalgia. La metáfora de su vida.