Cuando conoció a su primer amor, supo que la amaría siempre.
Era un niño cegado por la primera vez que aquel sentimiento le envolvía el cuerpo. Pero nada importaba entonces más que ella. La pensaba a todas horas, escribía cartas que nunca enviaría e imaginó futuros que nunca llegarían. Cuando ya no pudo más, empezó a guardar las palabras en una caja que escondía en el desván.
Entonces la vida, con una gigantesca cuerda, empezó a girar la peonza del tiempo a un ritmo descontrolado.
El niño se hizo mayor.
No fueron pocas las historias que vivió, las mujeres que amó y las que le rechazaron.
Aquella tarde de otoño que regresó a la casa de sus padres, era como cualquier otra tarde de mediados de noviembre, cuando los días mueren antes. Nostálgico como era, rebuscó en el desván los recuerdos de la que fue su feliz infancia. Pero por azar o por destino, esta vez encontró la caja.
Miedo.
Aquella era la expresión que se plasmó en su cara cuando las palabras salieron en tropel por la habitación. No sabía en que momento de su vida había dejado de creer.
Pero se había vuelto un cínico.